Ya más de uno me detuvo para acusarme de “panqueque” por no seguir aplaudiendo a Mauricio Macri y decidir votar a Alberto Fernández. Olvidan un detalle: apoyé a Macri a cambio de nada, absolutamente nada; ni cargo ni ayuda y ni siquiera -como no son agradecidos- recibí de parte de ellos el mínimo respeto que imaginé merecer. No me arrepiento, solo describo la pequeñez de estos ricos que empobrecieron y endeudaron prometiendo mejorar lo que dañaban. Los otros tenían a veces conductas de inmorales, pero estos les ganan: son bastante perversos.
A veces, uno vive la impresión de transitar por el medio de un campo de batalla con una bandera blanca. Los argumentos se banalizan a la par que las agresiones se apasionan. Las fuerzas enemigas se amalgaman con facilidad mientras que las otras, las que intentan pensar y opinar, corren el riesgo de ocupar el lugar de los tibios que serían vomitados. Con solo cambiar de canal se puede cambiar de odiador. Aquello que en lo cotidiano son tribunas, en las elecciones se convierten en trincheras donde se protegen los que denuestan al otro esencialmente por ser el otro. La sociedad se sigue hundiendo, los que gobiernan fracasaron apasionadamente, con la soberbia de los mediocres y la ignorancia de los herederos. Y lograron el milagro de revivir a los que habían venido a suplantar. Acusan de robo a los que robaron y lo dejaron escrito en los cuadernos, justo ellos, que pidieron crédito para volver a fugar sus turbias ganancias en dólares sustituyendo a prometidas “inversiones”. El Estado hizo las rutas y ellos -los supuestos “inversores”- impusieron el peaje de las mafias; ellos, familia y parientes; ellos, que saquean prometiendo bajar el nivel de pobreza. Vinieron con el cuento de “achicar el Estado es agrandar la nación”. Inventaron esa muletilla en tiempos de muerte, cuando asombraron al mundo con su criminalidad. Son los mismos o parientes cercanos. Se ocupan de fugar capitales, decidieron que somos una colonia donde ganan y se lo llevan. Supieron asociarse a una dirigencia mediocre que los acompaña en el disfrute del poder. No tenemos clase dirigente, no hay un grupo de gente que sueñe un país.
La competencia es imprescindible, claro que entre sectores productivos, ellos solo la ejercen en su oscuro rol de intermediarios, capitalismo sin chimeneas ni otra cosa que bancos. ¿Cuántas empresas destruyeron? ¿Quién en el mundo sobrevive a una tasa del 80% anual? Si los otros son populistas, ¿ellos qué terminaron siendo? Pasé por IDEA, ese espacio donde apabulla la mediocridad corporativa. Algún dueño productivo extraviado y el resto -todos parecidos- gerentes que imaginan al Estado como una molestia. En España se debaten entre dos identidades, los catalanes sueñan consolidar su destino; nosotros amontonamos mediocres sin patria ni bandera, se creen ciudadanos del mundo, son simples parásitos de los necesitados. Piden dólares, fugan capitales, generan miseria y luego le echan la culpa a los humildes porque son demasiados. Y piden reformas laborales, les falta poco para convertirnos en una colonia improductiva. Son herederos, sueñan con vender lo recibido, Vaca Muerta, el Litio, la minería, no producen nada, convencidos de vivir una tragedia porque el peronismo les devolvió la dignidad a los humildes. Gritan “populismo”, enfermedad que según ellos les concede derechos a los pobres. Por eso se enojan con el Papa, hasta el más allá les pertenece y debería tan solo ser un suburbio de sus barrios privados. Del otro lado no sobra cordura, vuelven con la cantinela de los medios de comunicación, como si los errores solo fueran una mentira publicada. Y acusan a periodistas. Uno tiene la estatura de su enemigo, vivimos de agachada en agachada, ya somos tan solo participantes de una guerra entre enanos de jardín.
Las acusaciones ocupan el lugar de las propuestas, los odios son los suplentes de la esperanza. Los grandes grupos económicos con la desmesura de sus intereses terminan de parasitar al ciudadano. El Estado dice que el votante tiene la culpa por la elección que perdieron. Eso sí es ser democrático, no tienen vergüenza.
Estoy enojado, muy asombrado con la perversión de los que se van y con muchas dudas sobre las virtudes de los que vienen. Igual albergo esperanzas, no soy optimista, solo un escéptico que protege sus restos de fe de una nueva frustración mientras intenta apoyar a Alberto en su proyecto. Voté a Macri y asumo que terminó siendo lo peor; votaré a Alberto apostando a su capacidad de sacarnos de la decadencia. Y como no ocupo ni ocuparé cargos ni pretendo prebendas, me siento con derecho a vivir equidistante de todo fanatismo. Lo único cierto es que no hay quien merezca apasionados, en consecuencia serlo sólo expresa negación de la realidad. Y para eso ya me siento grande. Mo llegaré a sabio pero tampoco me conformo en habitar la necedad.