Acaban de tirar gas lacrimógeno, pero nadie puede arrancar. Es viernes 25 de octubre de 2019 en Santiago de Chile, y estamos apretados, pegados unos a otros, somos parte de una muchedumbre, de la marcha más grande en la historia del país. Alguien grita: ¡Tranquilidad! ¡Calma!, pero él es el único más nervioso. En general, nadie pierde el control. En pocos días se han acostumbrado. Ya saben que, en estos casos, hay que dejarse llevar por la marea. Y no tocarte la cara, ni rascarte los ojos, ni sonarte los mocos. Y en eso, cuando aprietas los párpados porque no aguantas más y sientes cómo te van cayendo las lágrimas una atrás de otra, aparecen dos mujeres jóvenes. Dos estudiantes, de veinte o menos años, con pañuelos en el rostro. Traen en sus manos unos spray, y nos rocían la cara con un líquido que han preparado ellas y que alivia. Lo reparten sin preguntar quién eres. Esa parece ser su labor dentro de esta semana, en que el país más competitivo de América Latina cambió para siempre: ayudar a combatir los efectos de las lacrimógenas.
En la marcha, que reúne un millón doscientos mil participantes alrededor de la Plaza Italia de Santiago, no hay discursos, ni un escenario, ni artistas, ni banderas de partidos políticos, ni agrupaciones sociales. Más de un millón de personas caminando, golpeando una sartén, y gritando contra el presidente Sebastián Piñera: que renuncie, que saque a los militares de las calles, que responda por los muertos de la represión de los últimos días y los casi 500 heridos a bala, y que basta de abusos, basta de pagar tan cara la salud y la educación y los medicamentos y los servicios y el transporte y la jubilación que es tan baja, que no alcanza y que no tiene que ver con un oasis. Así definió Piñera a Chile, en relación a América Latina, en una entrevista pocos días antes del estallido: «Nuestro país es un verdadero oasis con una democracia estable”.
La evasión
La tarde del viernes 18 de octubre de 2019 comenzó la semana que cambió la historia de Chile. Los días previos, como las semanas previas, como los meses previos, como los años previos y como las décadas previas del país, habían avanzado con el orden establecido. Uno de los temas que ocupó más titulares en los días previos tenía que ver con la selección chilena de fútbol: después de mucho tiempo, Arturo Vidal y Claudio Bravo volvían a compartir nómina y partidos en la Roja, y los medios destacaban que pese a los roces previos y a la guerra declarada entre ambos, en un momento del último partido se habían dado la mano en la cancha.
En el escenario futuro asomaban tres eventos internacionales importantes, que habían elegido a Chile por su fama de país seguro y tranquilo. La Apec, con la posible venida de Trump y Putin para noviembre; la COP25, con la llegada de líderes ambientalistas de todo el mundo, encabezados por Greta Thunberg; y la primera final única de la Copa Libertadores de América, en el Estadio Nacional de Santiago.
Por esos días previos, que son apenas diez días atrás y que parecen tres vidas pasadas, se iniciaba una campaña de los estudiantes escolares a evadir el pago del metro de Santiago. ¿La razón? Un alza del precio del pasaje en 30 pesos chilenos (0,04 dólares). La evasión era simple: saltar el torniquete de pago, y entrar gratis. Evadir. La ciudad empezó a rayarse con la palabra “Evade”, como una invitación. Evadir, explicaban los dirigentes, como evaden impuestos las grandes empresas que abusan de sus clientes. Evade, con Piñera, el presidente, en el podio de los mejores: un reportaje de prensa descubrió que llevaba casi 30 años sin pagar los impuestos de su casa de veraneo. Se estima que hoy su fortuna bordea los 3.000 millones de dólares.
La tarde del viernes 18 de octubre se convocó a una jornada amplia de evasión del metro. Ya no eran sólo los estudiantes de colegio. Esa tarde se fueron sumando universitarios, oficinistas, trabajadores, todos saltando masivamente los torniquetes. Al poco rato se comenzaron a cerrar las estaciones. Y se detuvo el servicio del metro. Y se incendió la primera estación. Y después se incendió la segunda y la tercera y la cuarta. Los canales iniciaron un breaking news permanente, que duró toda la primera semana. Y esa misma noche el presidente declaró Estado de Emergencia, y dejó la seguridad de Santiago a cargo de un militar. Y esa noche se siguieron quemando estaciones de metro. Y ahí me enganché al televisor y a las redes sociales y no solté más las pantallas. El país se quemaba en mi televisor, el país cambiaba en mi teléfono, y uno se dormía con noticias urgentes para despertar con nuevas urgencias, más urgentes que todas las anteriores.
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La noche del domingo 20 de octubre Piñera apareció por cadena de televisión con cara de preocupado. Con el ceño fruncido y pronunciando las palabras con violencia, declaró que el país estaba en guerra. “Estamos en guerra contra un enemigo poderoso, implacable, que no respeta a nada ni a nadie y que está dispuesto a usar la violencia y la delincuencia sin ningún límite”.
Sus palabras cerraban un fin de semana de toque de queda, de incendios de estaciones de metro, de saqueos a supermercado, de helicópteros sobrevolando toda la noche y a poca altura, haciendo retumbar los vidrios y las camas.
Los expertos en embarazos dicen que, después del séptimo mes de gestación, los bebés escuchan claramente todo lo que pasa afuera de la panza de su madre. Si quieres que sea una persona tranquila, te recomiendan que le hagas escuchar música clásica. Si quieres que sea concentrada, te dicen que le leas historias. Mi hija, que debe nacer en un mes y medio más, se ha pasado estos días de revuelta escuchando los golpes de ollas y sartenes, el rugido de helicópteros militares, y la transmisión interrumpida de las noticias. Su padre y su madre, como muchos chilenos de esta semana, no se han querido perder detalles de esta película en vivo, de esta serie de no-ficción en tiempo real, de esta maratón de Netflix, sin Netflix, donde cada hora pasa algo nuevo.
El lunes aumentan las protestas. Todos salimos a escribir y postear y tuitear, que #noestamosenguerra. La televisión sólo muestra gente en los supermercados, o saqueándolos o haciendo fila para comprar (yonkis del consumo en vivo y en directo). Del robo y del pillaje nacen los “chalecos amarillos”, unas brigadas de autodefensa de la clase media y media baja, que defiende sus logros materiales con palos y bates de béisbol (en un país donde nadie juega béisbol). Se organizan por turnos, para hacer guardia en sus barrios. El día siguiente, varios alcaldes aparecen en las noticias con los chalecos amarillos.
El martes no hay gobierno, y no hay oposición, pero tampoco hay guerra. Comienzan a circular, eso sí, las primeras imágenes del show ininterrumpido de abusos de militares y carabineros. Ha pasado tan poco tiempo, pero en realidad es una vida.
El miércoles, hace nada, Piñera anuncia un paquete de medidas económicas: sube un porcentaje la jubilación, eleva el sueldo mínimo, agrega un impuesto a los sueldos altos. Pero del otro lado no hay nadie. Su primer paquete de medidas no tiene contraparte. Sólo queda esperar cuánta gente se moviliza al otro día, y al otro día las protestas siguen.
La angustia republicana
Los días se repiten con una angustia republicana. Agota estar todo el día enchufado a la serie más vertiginosa de todas, pero no se puede abandonar. Esto es importante. “¡Está pegando una patada!”, dice la madre de mi hija, y toco su panza y siendo el golpe y miro la tele, y están mostrando a un grupo de jóvenes lanzándole piedras a la policía. En pocos días nuestra rutina son las protestas, los militares en las calles, el último video de una golpiza, la nueva fake news y pensar en qué comemos. En casa decidimos no caer en la fiebre de hacer fila en los almacenes, y así terminamos haciendo pan casero el jueves por la tarde.
Las imágenes se suceden sin pausa. La mujer de Piñera, Cecilia Morel, reconoce que es verdad el audio que circula y donde ella dice que lo que sucede en el país es como una invasión alienígena. Cada noche, en Plaza Ñuñoa, desafían el toque de queda cantando uno de los himnos de esta semana: “El derecho de vivir en paz”, de Víctor Jara. Cada despacho de la televisión, alguien toma el micrófono del notero para pedir que muestren las imágenes de abusos y torturas militares. Un jefe de la aviación hace un llamado, desde Antofagasta, para “que no panda el cúnico” en la ciudad. Hablo con un par de radios argentinas, pero les aclaro que no les podré aclarar nada, porque no se entiende bien lo que pasa. El miércoles por la tarde salimos a marchar, aprovechando que la manifestación pasa por Apoquindo, a dos cuadras de nuestro departamento, en una comuna poco habituada a manifestaciones y donde el día antes habían avanzado tanques con militares de verdad y fusiles apuntando a vecinos que golpeaban cacerolas y francotiradores con cabezas de protestantes en la mira. Acompañamos la protesta por un nuevo Chile un par de cuadras, porque no es fácil caminar mucho con una panza de más de siete meses. Alcanzamos a hacer una foto, porque queremos contarle a nuestra hija que ella estuvo ahí.
Fuera de las discusiones en los medios, con expertos y analistas express, en el mundo privado también ha sido una semana de cambios: me ha tocado ver gente que discute y se sale de grupos de WhatsApp, entornos familiares y de amigos que replican el cambio. Y no parece menor. Este nuevo Chile, que marchó con el #PiñeraRenuncia, traerá también un nuevo paisaje en las relaciones íntimas.
El aluvión
Ohhh, Chile Despertóooo. Despertóooo, despertóoo, Chile despertóoo. La gente grita alegre, protagonista de su marcha. Me quedo parado a un costado de la avenida Providencia, a la altura de Condell, y pasan y pasan los marchantes, con carteles ingeniosos, con disfraces, con amigos y hermanos y primos y compañeras de trabajo, golpeando ollas, sartenes, pailas. No se detienen. Trato de registrar en mi memoria cada cara, cada gesto, pero es imposible. El aluvión de personas emociona: y hace una semana, hace justo una semana, estábamos cerrando un viernes como cualquiera, como todos, un viernes para olvidar la semana. Y, sin embargo, a los tres o cuatro días de eso, había detenidos que eran torturados “crucificándolos” en la antena de una comisaría de Peñalolén.
Nadie vio venir todo lo que ha sucedido, pero era obvio que iba a pasar. En el país líder del ranking contra la corrupción de América Latina, hay 140 chilenos que concentran casi el 20% de la riqueza del país. Y los grandes corruptos, empresarios acusados de evasión o de colusión, pagan sus faltas con multas bajísimas o yendo a la universidad a clases de ética. Los niveles de desigualdad, gritan los marchantes de esta tarde, no son sólo económicos. Aunque el gobierno sólo anuncie paquetes en esa dirección.
La última vez que estuve en una marcha fue en mi adolescencia, para el plebiscito de 1988: cuando ganó el NO a Pinochet. Recuerdo que esos años, en el Cine Arte Alameda, el mas cercano a Plaza Italia, estaban dando la película El gran dictador, de Chaplin. Esta semana que Chile exploto, ahí estaban proyectando Joker.
Han pasado 31 años, y en la marcha veo jóvenes como el que fui, empujando un carro en el que creen. Nadie sabe lo que va a pasar después de esta semana, y de eso estamos todos seguros. Pero, posiblemente, con los años, algunos pondrán en duda la magnitud y los beneficios de estos cambios conseguidos. Otros, tal vez, culparán para siempre a esta semana en la que la se desnudó una estructura abusiva, un modelo desigual que nos convirtió en el país ejemplo de América Latina.
Un grupo, cerca del pequeño obelisco de Plaza Italia, canta el otro himno de la revuelta: “El baile de los que sobran”, de Jorge González, de Los Prisioneros. Pero hoy no es una noche más de caminar, como dice la canción. Quiero registrar cada detalle de lo que está pasa, una crónica de esta semana interminable en el que ha cambiado la historia de Chile. Dando paso a una nueva, en el país que nacerá mi hija.
*Juan Pablo Meneses (Santiago, 1969) es escritor y periodista, autor de Equipaje de mano, Sexo y poder, el extraño destape chileno, La vida de una vaca, Niños futbolistas y Una vuelta al Tercer Mundo, entre otros libros. Vivió en España, Argentina, donde fundó la Escuela de Periodismo Portátil (que hoy es la premiada startup Universidad Portátil), y Estados Unidos, donde fue Knight Fellow de la Universidad de Stanford. Sus textos de ficción integran las antologías Disco duro y Nuevos cuentistas para el siglo XXI.
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