Amadeo fue más que un gran recuerdo; fue el precursor del arquero-jugador incorporando los pies a su todo, acaso como parte de su sueño de “centre forward” cuando vino desde Rufino a probarse a River en el comienzo de la década del 40’.
Le agregó a su presencia elegante, atlética y cuidada una estética nueva que empezó en lo técnico con la pegada precisa de su empeine buscando al compañero sin marca, saliendo corto o pidiéndola en el borde del área para dinamizar el juego. Su estilo se anticipó siempre a las modificaciones reglamentarias pues había nacido para interpretar el puesto hasta convertirse en un inequívoco paradigma de todas las generaciones futuras.
Dicen que murió Amadeo. No es cierto. ¿Cuando? Mientras exista el Monumental existirá Amadeo. Estará en sus espacios y en los recuerdos de todas las épocas de esplendor cuando la hinchada cantaba: “La gente ya no come por ver a Walter Gómez…y A-ma-deo, A-ma-deo”. Estará con su osadía de jugar sin rodilleras, de ponerse camisetas con colores vivos, de enfundar sus manos en “revolucionarios” guantes que los demás arqueros desconocían, de formar barreras piramidales, de marcar la salida de sus defensores, de cuidar su peinado inamovible y ondulado hasta alcanzar a sus patillas simétricas.
Carrizo fue tirarla rápida y corta para que inicien el juego los laterales de tres décadas, darle con tres dedos para que la maten Adolfo o Ermindo, tirarla larga para el vacío creado por Angelito o enviarla larga para el pique de Artime o de Pinino. Pero además fue un buen compañero, un buen hombre, demasiado crédulo o ingenuo para aquellas épocas de muchachos nocturnales y mundanos.
Dicen que Amadeo murió. Pero ¿cuándo? Si cada vez que lo mataron, resucitó. ¿O no resucitó después de los 6 goles de Checoslovaquia en el Mundial de Suecia 58’ cuando el mundo era una aldea y no teníamos ni idea de quiénes eran y cómo jugaban los demás? Claro que sí: fue el mejor arquero de la Copa de las Naciones que Argentina ganó después de vencer a Portugal, a Inglaterra y a Brasil en su casa y con Pelé (3-0) en 1964. Y aunque después vino el fatídico pechito en la final contra Peñarol por la Libertadores (2-4 en Santiago), la respuesta de Amadeo fue seguir siendo el mejor arquero aquí y en Colombia, adonde también fue ídolo, maestro y espejo jugando para Millonarios entre los 43 y los 45 años en la agonía de su arte.
Dicen que Amadeo murió. Pero ¿cuándo? Si cientos de chicos quisieron ser arqueros, alcanzar la consagración y la gloria tomando algunas de las herramientas con la cuales Carrizo eternizó su estilo. No, no, imposible nombrar a todos, pero de dónde se nutrieron los Errea, los Gatti, los Irusta, los Pumpido, los Comizzo, los Barovero… todos fueron de manera directa o indirecta discípulos de Amadeo porque él no fue un arquero, fue el inventor de un puesto cuyo actor cuida el arco.
La muerte a los 93 años no es un hecho inesperado, pero genera una dolorosa lágrima.
Es que la memoria remite a las tardes de apogeo cuando la multitud deja grabada en los oídos de las tribunas el “A- ma-deo; A-ma-deo…» que se hace himno y pasión.
Dicen que Amadeo murió. Pero ¿cuándo? Si al recorrer el anillo del Monumental, trepar a sus tribunas, alcanzar sus plateas, acercarse al vestuario, ver soñar a niños y jóvenes con jugar al arco, su nombre florará en el espacio como una parte del propio club; él es River. Mientras haya arcos en los campos de juego habrá Carrizo porque ellos son la misma cosa cual inseparables amantes de un amor indisoluble.
No pregunten por quien doblan las campanas, están doblando por Amadeo, el inventor del arco.
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