El asalto a Capitolio y sus consecuencias a largo plazo

El asalto a Capitolio y sus consecuencias a largo plazo

El Capitolio de Estados Unidos es visto a través de un enrejado de seguridad, mientras miembros demócratas de la Cámara preparan un artículo de juicio político contra el presidente de Estados Unidos, Donald Trump (Reuters)
El Capitolio de Estados Unidos es visto a través de un enrejado de seguridad, mientras miembros demócratas de la Cámara preparan un artículo de juicio político contra el presidente de Estados Unidos, Donald Trump (Reuters) (JOSHUA ROBERTS/)

Las instituciones del estado, como el derecho y las leyes sostenidas por el tiempo, tienen un sentido claro y estable siempre y cuando estemos dispuestos a respetarlas y comportarnos en consecuencia. El filósofo Immanuel Kant señaló que instituciones como el derecho no son en sí mismas suficientes para llevar a las personas a un comportamiento moral. O, en palabras del líder de los derechos civiles Martin Luther King Jr., “la moral no se legisla”. Las leyes pueden obligar a las personas a actuar o no de determinada manera, pero es posible que no cambien inmediatamente los pensamientos o las actitudes morales. Sin embargo, Kant enfatizó la interdependencia entre las instituciones gubernamentales y el carácter individual, apuntando que la influencia de las leyes sobre el comportamiento de las personas debe ser gradual y establecida a través de la educación y la habituación.

Sí, de hecho, en Estados Unidos la implementación de las leyes en todas sus dimensiones ha llevado a hábitos de comportamiento y ha generado expectativas normativas. Sin embargo, en la era Trump se ha producido un colapso de dicha integración institucional-normativa. En un libro reciente, los abogados constitucionales Jack Goldsmith y Bob Bauer distinguieron entre leyes formales y normas que no se promulgan como ley. Por ejemplo, los presidentes de Estados Unidos -principalmente después de Richard Nixon– sabían que mostrar sus declaraciones de impuestos al público es lo correcto, dada la necesidad y la importancia de la transparencia en el gobierno, aunque la ley no los haya obligado a hacerlo.

Del mismo modo, por muy molesto o ominoso que pueda ser para un presidente ser sometido a una investigación (como lo experimentó Bill Clinton en los casos Whitewater y Lewinsky), la respuesta no es despedir a los que llevan a cabo la investigación. El presidente tiene derecho a despedir al director del FBI, a un fiscal o a un inspector, pero presidentes se han abstenido de hacerlo como una cuestión de norma social y ética. Ese no es el caso de Donald Trump. No dudó en despedir al director del FBI, James Comey, porque investigó la participación rusa en las elecciones de 2016. Despidió a los inspectores generales de cinco departamentos del gabinete porque recomendaron investigaciones que al presidente no le agradaban. También destituyó al fiscal del distrito federal Sur de Nueva York por investigar casos que lo podrían haber implicado o a miembros de su círculo íntimo en un comportamiento ilegal. Asimismo, atormentó y eventualmente obligó a demitir a su propio Fiscal General, Jeff Sessions, por recusarse en la investigación sobre la interferencia rusa. Sessions había actuado correctamente según las normas que rigen los conflictos de intereses. Trump, ajeno a tales estándares, presuntamente esperaba lealtad plena e incluso ayuda para encubrir hechos que lo comprometían.

La división de poderes existe para crear equilibrios y contrapesos a los excesos de poder, ya sea que el abuso provenga del poder ejecutivo, legislativo o judicial. Pero la división de poderes también está íntimamente relacionada con el temor a las masas, lo que comúnmente se conoce como la “tiranía de la mayoría”, un tema que uno de los padres fundadores norteamericanos, James Madison, consideró crucial para prevenir abusos contra las minorías políticas. Invocando al pensador Alexis De Tocqueville, también diríamos que la “tiranía de la mayoría” se refiere al acto de priorizar los números por encima de la razón, por encima de la tolerancia, el compromiso, el buen gobierno y por encima de las instituciones intermediarias como ser el derecho. Para Trump, el haber sido electo jugó un papel nefasto en la determinación de la ausencia de autocontrol normativo en la Administración. El presidente se veía a sí mismo como la personificación de la voluntad de la mayoría contra aquellos definidos como “los otros”, algo similar a lo que sucede en los populismos autoritarios estilos Perón y Chávez.

La chispa que este populismo desató encendió también a miembros republicanos del Congreso, gobernadores y otros funcionarios públicos.

Incluso luego de que se expusiera a Trump en una grabación solicitando al Secretario de Estado de Georgia que cambiara los números en el conteo electoral para favorecer al presidente y luego también de que haya movilizado a una multitud que incluyó a un grupo de matones para asaltar la sede del Congreso, muchos legisladores republicanos, particularmente en la Cámara de Representantes, votaron para oponerse al resultado de las elecciones nacionales que eligieron a Joe Biden como presidente de los Estados Unidos. Estas objeciones no se basaban en un escepticismo genuino sobre si la elección fue justa y equitativa. Sabían perfectamente que lo era. Pero el temor de estos derivó de la convicción de que la popularidad de Trump entre las masas republicanas podría afectar negativamente su propia reelección. Así, escogieron el interés electoral propio por encima del buen gobierno y la ley.

Los partidos políticos estadounidenses se asemejan cada vez más a sus homólogos en regímenes parlamentarios donde la disciplina del partido define en gran medida el voto del legislador. Como resultado, el parlamentario pierde su independencia y autonomía en la toma de decisiones. Tal dependencia del legislador de la disciplina partidaria puede fácilmente llevar a una desconexión de los políticos con el electorado. En este caso, la dirección del partido -cuyo líder ha sido Trump recientemente- se convierte en el principal referente.

Trump a la vez se vendió y también fue percibido como la personificación del pueblo contra el establishment, un concepto que ve la política como la relación entre grupos hostiles o antagónicos (amigo-enemigo). Esta noción de política fue defendida por el conservador alemán convertido en teórico nazi Carl Schmitt. Incluso en el poder, el discurso de Trump fue de oposición, arraigado en una política de agravios sobrecalentados y a menudo fuera de lugar. Trump y sus aliados procedieron a atacar el sistema institucional y legal, incluidos el Congreso, el poder judicial y a las agencias publicas. Lo que ellos llamaron » el estado profundo”. Los ataques al “estado profundo” no fueron meros ataques contra la burocracia, las regulaciones engorrosas o los burócratas mediocres. Fue también una embestida contra la comunidad científica durante la Pandemia, a decisiones judiciales, al estado de derecho y el gobierno civil acreditado.

En otras palabras, Trump ha roto el consenso normativo que construyó la integración entre la clase política, las instituciones y la sociedad civil. Si esta ruptura continúa tendría como consecuencia la deconstrucción misma de las practicas democráticas y legalistas a las que los estadounidenses han estado habituados por mucho tiempo. Como resultado, se ha roto la confianza entre la sociedad civil y el estado. El caos que vimos en el Capitolio bien podría ser una advertencia sobre la posibilidad de un desorden social mas amplio. Mientras escribo estas líneas, se ha abierto la posibilidad de hacerle juicio político a Trump o declararlo no apto para el cargo mediante la 25a Enmienda Constitucional. No es claro cual será el desenlace final.

Lo más importante ahora es encontrar un mecanismo que pueda garantizar que Trump ya no sea elegible para ocupar un cargo público. Es necesario asegurar un futuro donde , la armonía institucional, social y cultural kantiana se logre reconstruir El fantasma de la mayoría Trumpista en el partido está afectando a los congresistas republicanos que siguen temerosos de antagonizar a los partidarios de Trump. Lo mejor que pueden hacer estos es reforzar las relaciones con sus distritos electorales y establecer un liderazgo independiente. Incluso si esto lleva al clientelismo, como ha sido a menudo el caso, sigue siendo un escenario mejor que un populismo autoritario sin mediación que ha caracterizado la era Trump. Evitar que Trump se postule para un cargo disminuirá la intensidad de su movimiento, mitigará la división entre sus seguidores y sus detractores y enviara un mensaje al publico de que lideres iliberales, autoritarios e irrespetuosos de las leyes no serán tolerados nunca jamás.

(C) Infobae.-

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Fuente: Infobae