Era el final del año 1989, Marcos Hourmann tenía 30 años y ya era cirujano general. Nunca había tenido deseos de irse del país y la decisión de “tirar todo a la mierda” y dejar su casa en Belgrano para empezar una vida en Barcelona fue, más bien, la forma que encontró de escapar de un drama personal, íntimo.
Su mamá había muerto después de haber sobrevivido seis años en diálisis. “Tres meses después de su muerte, mi padre tuvo un ACV. Para él la vida sin ella había perdido el sentido”, cuenta el médico a Infobae desde su casa en Sant Pere de Ribes, en Cataluña. El hombre de 67 años vivía -¿vivía?- en un limbo: “Fueron dos años de una parálisis total en los que fue perdiendo la cabeza de a poco, dos años de agonía. Ese sufrimiento de mi padre me mató; me mató verlo morir de una forma tan indigna”.
Hourmann -que se había recibido de médico en la Universidad de Buenos Aires- llegó a Barcelona con su entonces esposa y con sus dos hijas, se especializó y se convirtió en cirujano cardíaco. Vivieron unos años en España hasta que fue convocado para trabajar en Tel Aviv, Israel. Se divorció años después y se volvió a poner en pareja, esta vez con una española llamada Yolanda, la mujer con la que atravesó el drama que siguió, lo que ahora Hourmann llama “la tortura”.
Como una forma de sobrevivir económicamente mientras continuaba su formación profesional, Hourmann había empezado a atender urgencias. Y como médico emergentólogo había conseguido trabajo en un hospital pequeño de la Cataluña profunda llamado Móra d’Ebre. Fue ahí, durante la madrugada del 28 de marzo de 2005, que el curso de su vida cambió, literalmente, para siempre.
El ruego de una mujer
“Carmen llegó con su hija una noche que yo estaba de guardia. Llegó con un cuadro muy grave: infarto agudo de miocardio, cáncer de colon, una hemorragia digestiva sangrando y una diabetes descompensada. Tenía 82 años”, cuenta el médico. “Me lo pidió apenas entró, dos veces, explícitamente. Me dijo que no quería vivir más así: que se quería morir y que no quería ver más a su hija sufrir. Yo igual no le hice caso, en ese momento todavía consideraba que podía hacer algo, así que traté de sacarla adelante”.
Pero pasaron las horas, la mujer sufrió una falla multiorgánica y “desde el punto de vista médico ya no hubo más nada que hacer”. Hourmann, entonces, llamó a la hija y le preguntó si estaba de acuerdo en que la sedara. La hija, que conocía el sufrimiento de su madre y había escuchado sus ruegos, aceptó.
“Eran las 4 de la mañana, la sedé y me fui a dormir. Una hora después me vuelve a llamar la hija desesperada. Me dice que Carmen seguía mal, estaba ahogándose, que no podía verla más así, que acabara con el sufrimiento”, sigue. “En ese momento no pensé más como médico y me enfrenté a un dilema humano. Le pregunté si quería que fuera rápido, que se acabara ya. Y me dijo ‘sí’. Y ahí cargué en la jeringa potasio y se acabó”.
La administración de potasio en una dosis alta y por vía endovenosa le provocó a Carmen Cortiella un paro cardíaco.
“Todo el mundo me pregunta: ‘¿Pero no pensaste en las consecuencias?’. No, no pensé en nada. No hay momento de meditación cuando llega ese punto en el que el dolor humano no tiene sentido, o sea, después de haber intentado y de haber luchado, porque no te olvides que quienes llegan en ese estado por lo general tienen enfermedades crónicas y llevan años luchando. Cuando el sufrimiento es injustificable porque ya no hay más nada que hacer y después de un pedido explícito de que acabara con esa agonía”, explica.
Más que la teoría, lo que se le atravesó en esa sala de hospital fue su propia historia: “Por supuesto que me identifiqué con la paciente y con la hija. Me vi a mí frente a mi padre, a quien había visto sufrir así y no había podido ayudar a morir”, reflexiona el médico, que ahora tiene 61 años y es abuelo de dos nietas.
Todo el mundo sabe que estas prácticas existen de manera clandestina: lo diferente, en este caso, fue que Marcos Hourmann lo dejó por escrito en la historia clínica. “No pensé en las consecuencias de dejarlo escrito, tampoco pensé en esconderme. Ahora que lo veo con distancia creo que también fue una forma de decir ‘me tienen harto, todos. ¿A qué estamos jugando? O sea, yo puedo sedar a un paciente, eso sí es legal, ¿para qué? Para que se muera en 10 días, porque la sedación mata igual que el potasio sólo que más lentamente, ningún paciente al que se lo seda se va de alta. ¿Entonces para qué? ¿Para estirar la agonía? ‘Hipócritas de mierda, váyanse al carajo’”.
Dos meses después, Hourmann, que tenía 45 años, supo que lo habían denunciado. ¿La familia de Carmen? “No: el director médico del hospital. Fue a la comisaría de la zona y me denunció como asesino”, sigue, todavía incrédulo. “Me acuerdo que le fui a decir ‘¿pero usted escuchó la historia?’, ¿a usted le importa lo que pasó con la paciente?’. Y me contestó: ‘A mí no me importa la paciente, vamos a por ti”.
Hourmann, asustado, contrató un abogado y así se enteró de que podían ir a detenerlo en cualquier momento.
“Pasé dos días así”, dice, apoya los codos en la mesa, se agarra la cabeza y clava la mirada en el piso. “No podía entender cómo alguien podía interpretar eso como un asesinato, que yo pudiera ir a la cárcel. Al día de hoy me sigue pareciendo una locura… A partir de ahí fue una tortura, todo. Una tortura moral y económica, porque perdí todos los trabajos, los ahorros y la casa que estaba pagando, porque encima el abogado costó una fortuna. Y ni hablar de la soledad que pasamos con Yolanda, con un hijo de 6 meses. Fue un tsunami que nos arrasó la vida”.
La ¿justicia?
El proceso judicial se abrió rápidamente, tan rápido como se cerraron todas las puertas laborales. Hourmann se convirtió en “la mancha venenosa”, por eso decidió mudarse con su pareja y el bebé a Inglaterra, donde ya estaba colegiado. El plan -otra vez- no era hacer carrera en el Primer Mundo sino conseguir trabajo y sobrevivir económicamente mientras el proceso en su contra avanzaba en España.
Durante los casi cinco años que siguieron la causa cambió de carátula varias veces. “Dos años después de haber comenzado, me dijeron que me acusaban de homicidio y que me pedían 10 años de prisión. Por teléfono me lo dijeron. Ahí sí casi me caigo, nunca pensé que podían llegar a tanto”. En 2009, dos semanas antes del juicio, le ofrecieron un acuerdo: reducir los diez años de prisión a un año y pagar una multa de 1.600 euros a cambio de que se declarara culpable de “homicidio imprudente”.
—Te declaraste “culpable” y no fuiste a la cárcel porque no tenías antecedentes penales, ¿te sentías culpable?
— Noooo, jamás. Fue la única forma que tuve de mantener la libertad y seguir ejerciendo la medicina.
—Entonces ahí terminó “la tortura”…
—No.
“Dr. Killer” y la prensa caníbal
El día en que golpearon la puerta de su casa, Hourmann estaba celebrando su cumpleaños número 50. El juicio por fin había terminado y hacía tiempo que trabajaba como médico de urgencias en Cardiff, la capital de Gales. “Era un periodista del diario The Sun”, un medio conocido por sus prácticas de periodismo caníbal, que le informaba que alguien, de manera anónima, les había vendido su historia.
Alguien había recibido 10.000 libras a cambio de la primicia, lo habían perseguido y fotografiado y ahora le ofrecían hacer un descargo. La historia se publicó con el título “Killer Doc worked in UK hospitals” (“El Dr. Asesino trabajó en hospitales del Reino Unido”).
“Y otra vez perdí todo. Tenía tres trabajos, perdí los tres en 24 horas”. Es que, en las aplicaciones laborales le habían preguntado si tenía antecedentes penales o estaba en algún proceso. “Y yo había puesto que no, mentí para poder seguir trabajando, necesitaba trabajar. Entonces el Colegio de Médicos de Inglaterra me acusó de deshonesto y me expulsó. No te lo pierdas: me expulsan sin haber cometido un sólo error médico”.
Fue así, con las puertas otra vez cerradas, que a fines de 2010 decidió volver a Cataluña con su familia. La sombra, sin embargo, lo seguía a donde fuera, porque cada vez que conseguía un trabajo, un jefe recibía un mail: “¿Sabes a quién has contratado?”. Con el tiempo, Hourmann, que nunca se llevó bien con lo que llama la raza médica – “ahí hay mucha hipocresía, mucha mierda, mucha poca humanidad”, piensa- se fue del sistema hospitalario: hoy hace urgencias a domicilio para las obras sociales y trabaja en un centro médico privado.
Tuvieron que pasar años de esa tortura en soledad para que Hourmann cayera en la cuenta de que estaba pagando el precio de ser “un pionero”. Un pionero involuntario, porque no había ayudado a morir a Carmen como activista, pero pionero al fin de la ley que la semana pasada terminaron logrando.
“Al menos sirvió para algo”, cree.
Eutanasia: la conquista del derecho a morir
En 2019 -casi 15 años después de la madrugada en que la vida de Marcos Hourmann cambió para siempre- la familia de una mujer llamada Maribel Tellaetxe presentó casi 200.000 firmas en el Congreso de los Diputados de España para que se desbloqueara la ley de eutanasia.
“Maribel era una vasca que tenía Alzheimer. Su pedido había sido explícito: ‘En el momento en que no reconozca más a mis hijos, cuando ya no pueda decir te quiero, por favor, mátenme’, así nomás. Su marido y sus hijos le prometieron que iban a luchar para cumplir con su deseo pero no pudieron cumplir esa promesa”.
Su historia está narrada en un documental hecho por su familia llamado “La Promesa”. El mantra que recorre el trabajo es “la vida es un derecho, no una obligación”.
Siguió el caso de Ángel Hernández, el hombre que en abril de 2019 ayudó a suicidarse a su esposa María José Carrasco, una mujer que llevaba 30 años inmovilizada por una esclerosis múltiple que le había dejado un 82% de discapacidad. Fue tras ese caso que el médico argentino inició una petición en Change.org.
“María José Carrasco decía: “Quiero el final cuanto antes”. Y al final, él, su marido, su amigo, su confidente, su compañero, es lo que ha hecho: darle un final digno. Para mí es un gesto de amor”, dice la petición que juntó más de 600.000 firmas.
Fue una suma de fuerzas lo que terminó en la sanción definitiva de la ley de eutanasia en España el jueves pasado. Por un lado, las historias reales de pacientes como Carmen, Maribel y María José y el relato de la devastación que sufren los familiares que los acompañan. Por otro, historias como la del médico argentino y otro llamado Luis Montes, fundador de la ONG “Derecho a morir dignamente”, acusado de haber hecho eutanasias a 400 enfermos terminales.
España se convirtió entonces en el séptimo país del mundo donde la eutanasia es legal: Países Bajos, Bélgica, Luxemburgo, Colombia, Canadá y Nueva Zelanda.
Hourmann pasó de esa larga persecución a decir “no me escondo más. Soy el primer médico condenado en España y mira, para algo sirvió”. Y en ese camino decidió contar su historia en una obra de teatro llamada “Celebraré mi muerte”, producida por el reconocido periodista Jordi Évole, que podría llegar pronto a la Argentina.
En nuestro país ya hay un proyecto de ley en marcha -inspirado en la historia de Alfonso Oliva– que podría presentarse este año. Y hay una lista de razones por las que el argentino cree que toda persona, también en Argentina, debe tener derecho a decidir sobre su propia muerte.
“Yo siempre he dicho que en esta vida hay que luchar primero, pero ésto es lo que pienso yo. ¿Y quién soy yo para decir hasta cuándo tú quieres vivir? ¿Está bien que yo, profesionalmente, sea médico, abogado, juez, político, diga ‘sufrí hasta que yo lo decida’? ¿Quiénes son los otros para decidir sobre tu vida? Porque no se trata de la muerte, se trata de la vida”, plantea.
“Hay gente que tiene una enfermedad, cree que es un designio de Dios y quiere morir cuando Dios lo decida. Perfecto. Pero hay gente que no quiere vivir de una manera que considera indigna. ¿Qué es indigno? Eso lo tiene que decidir cada uno. ¿Hay que estar en estado terminal para sentirse indigno y pedir morir? No. No podés estar obligado a llegar a mearte, a cagarte, a perder la conciencia. No, no, no. Estoy convencido de que hay otra manera de decir ‘yo no quiero llegar a esa decrepitud humana’”.
Hourmann no se arrepiente de lo que hizo con Carmen pero tampoco se hace el héroe: “la tortura” fue tan dolorosa para él y para su familia que, sin una ley, no habría vuelto a hacerlo. Sin embargo, ahora que tiene 61 años, tres hijos y dos nietas, cree que fue el mejor acto médico que hizo en su vida.
“Hacer un trasplante cardíaco es muy magnífico, claro. Es muy magnífico curar a un paciente de lo que sea, es un gran acto profesional. Pero meterte en este imbricado, este dilema, decir ‘esta persona me está pidiendo no sufrir más’ es una forma de escuchar el dolor cara a cara”, se despide. “Yo creo que a esto le doy mucho más valor que a 50 bypasses que hice, o miles, me da igual, esos son sólo logros profesionales. Sólo cuando pude escuchar ese sufrimiento sentí que realmente había hecho algo humano”.
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