10 de abril de 2020
Dos comandantes hunden un barco.
Imagino una multitud levantando un dedo, muy alto, como si dijera: uno, sólo queremos uno.
Cero comandantes inmovilizan un barco.
Ni dos, ni cero.
Uno está bien.
«De cualquier lucha o reposo me levantaré fuerte y hermosa como un caballo joven».
Pero la gente se está despertando cansada, como un caballo viejo.
Muchos adolescentes se están rapando.
Una amiga me dice que se cortó las cejas para ver cómo se veía.
Como no está con nadie, tener o no tener cejas no es algo que importe.
Nunca voy a tener otra oportunidad de probarlo, dice.
Leo Tiempo de magos, de Eilenberger, sobre los filósofos Benjamin, Heidegger y Wittgenstein.
Llegado cierto punto, Wittgenstein se convirtió en un devoto.
Daba clases a niños en una pequeña villa perdida en la montaña.
Posaba el reloj sobre la mesa al principio de las clases y decía: Oremos.
Cerraba los ojos y empezaba:
«Espíritu Santo, ven a derramar
sobre nosotros la luz de Tu gracia,
para que sigamos avanzando,
aprendiendo siempre nuestra tarea.
Para que guardemos muy bien la lección
y el corazón no se nos hiele nunca.»
El más brillante filósofo del siglo XX, con los ojos cerrados y las manos unidas, rezando.
Un filósofo que cierra los ojos antes de educar a los niños.
Una rápida síntesis de despojamiento.
Suspender la visión y la lucidez, abdicar del control: cerrar los ojos.
Y después tratar de educar a los que están empezando.
Pongo a George Brassens, «La mauvaise réputation».
Creencia y herejía.
Wittgenstein era colérico. No era fácil.
Pero no basta con irritarse fácilmente para ser un filósofo.
No sólo de gritos se hace un raciocinio, digo y me río.
Empiezo a decir secretos a mi propio oído. En pocas semanas se vuelve uno loco. No es tan difícil.
Después de todo esto, tendremos que contar a los vivos que no salgan a la calle en zigzag.
Sólo ellos van a ser capaces de vislumbrar el camino sin temblar demasiado.
Eilenberger cuenta con detalle un episodio.
Una vez, Wittgenstein se exasperó tanto con un niño, que «golpeó la cabeza del alumno» con su propio cuaderno.
Y lo golpeó «durante tanto tiempo, que el material se deshizo y las hojas cayeron sueltas» por el suelo del salón.
¿Cuál fue la terrible falta del niño?
Nada que tenga que ver con el alfabeto o la aritmética.
Ninguna falta del raciocinio lógico.
Wittgenstein sólo le había preguntado dónde había nacido Jesús.
Y el niño había respondido: en Jerusalén.
Wittgenstein se puso furioso: no puede haber una falta como esa falta.
Para la semana, películas de Tarkovsky, Sokurov y Rossellini.
El cineasta Eisenstein y una frase que siempre me ha marcado: «No bebas agua a menos que esté hirviendo».
¿Por qué dijo aquello? No lo sé.
Era un estudiante, tenía diecisiete años.
A esa edad sólo se beben las cosas hirviendo.
Tomo café y café. Sin azúcar, una bomba simple.
¿El tercero? El tercer café.
Pongo la versión de Paco Ibáñez, «La mala reputación».
«En mi pueblo sin pretensión / Tengo mala reputación.»
Una frase de Wittgenstein: dice que tendría que haberse dirigido al bien y convertido en una estrella a la mitad de la noche.
Después de todo, dice, «me quedé en la Tierra y ahora empiezo a marchitarme poco a poco».
Quedarse en la Tierra y empezar a marchitarse poco a poco.
Vuelvo a 2020. Ibáñez.
«Yo no pienso pues hacer ningún daño / Queriendo vivir fuera del rebaño.»
Nueva York, isla de Hart, distrito del Bronx.
Isla que también se usa como cárcel.
Un dron capta la imagen.
Empleados contratados por la administración central posan suavemente ataúdes blancos en un gran agujero.
Normalmente este trabajo lo hacen los presos, «pero el incremento en el número de cuerpos ha obligado a contratar empresas especializadas».
A muchos de estos empleados se les ha contratado en los últimos días.
Visto de lejos, aquello podría parecer los primeros cimientos de un nuevo edificio.
Hay que excavar para después subir.
Pero allí no hay subidas.
Al menos en este momento, los cuerpos sólo bajan.
Víctimas que no fueron identificadas o cuya familia no tiene dinero para el funeral.
Una fosa común es esto: estar entre la multitud aun después de muerto.
No se trata de no tener nombre, sino de no tener privacidad, ni aun en los momentos que siguen al último momento.
Respiro.
Por qué te rapaste las cejas, pregunto.
La joven me manda un sms con el emoticón de quien se encoge de hombros.
Zane Powles, un profesor inglés, recorre «más de ocho kilómetros a pie al día para entregar comida en casa de sus alumnos».
También les lleva la tarea.
Para que sigamos avanzando,
aprendiendo siempre nuestra tarea.
y el corazón no se nos hiele.
La oración de Wittgenstein
«El método es muy sencillo: Powles pone la comida en el suelo», toca la puerta «y después espera en la acera o en el jardín a que alguien abra y recoja los alimentos».
En la localidad de Grimsby, el 34% de los niños vive en estado de pobreza.
Esos niños, de la Western Primary School, tienen derecho a comidas escolares gratuitas.
Así que Powles camina esos ocho kilómetros y entrega la comida y la tarea.
«Los padres y los niños vienen a la ventana o a la puerta para decirme hola», dice Powles, un exmilitar.
Powles va cargado, con muchas mochilas.
Vuelve después cansado, pero mucho más rápido.
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