Estadistas vs. psicópatas

Estadistas vs. psicópatas

La recomposición real de la Argentina va llevar varias décadas (REUTERS/Carlos Garcia Rawlins)
La recomposición real de la Argentina va llevar varias décadas (REUTERS/Carlos Garcia Rawlins) (CARLOS GARCIA RAWLINS/)

Desde los albores de la ciencia política, se ha estudiado al poder con un abanico de enfoques y doctrinas. En síntesis, se lo puede conceptualizar como una relación de mando y obediencia: quien posee el logro de ser seleccionado para guiar los destinos de una nación tiene la autoridad conferida para articular desafíos. De manera invertida, los súbditos, por intermedio del alcance de un instituto que no es absoluto, como es la obediencia civil, deben encarrilar su actuación en función de esa relación.

Ahora bien, dentro de las ambigüedades, excesos y deformaciones con las que se llevan adelante las políticas públicas surgen, a lo largo de la aldea global y en lo que al tema interesa, dos tipos de gobernantes: los estadistas y psicópatas.

Para los primeros, demócratas a ultranza, el néctar de la genuina República se alimenta de la periodicidad; la alternancia; la tolerancia; el respeto a la división de poderes; el control mutuo de los actos de gobierno; el recambio natural de cuadros; el respeto a la ley; y la concepción de que los diferentes partidos que compiten por un lugar común no son enemigos, sino adversarios y subordinados a un interés superior que no es otro que el nacional.

El marco teórico general descansa en que el poder del gobernante es legítimo solo si el individuo seleccionado cumple con los requisitos de un gobierno democrático. Cumplida su función, en el segmento que le fue asignado, regresa con toda naturalidad a su labor originaria. Resulta clarificador el ejemplo suministrado por Washington, quien al culminar su segundo mandato no solo abdicó voluntariamente de un tercer período, encendiendo el faro de la institucionalidad, sino que además se retiró de la vida pública dejando para las nuevas generaciones un precedente señero.

El estadista confronta su actividad delegada conforme la predica de Rosanvallon. En sus obras “El buen gobierno” y “La legitimidad democrática” apontoca que el veredicto de las urnas no puede ser el único patrón de legitimidad. El poder no es plenamente democrático si no se somete a las pruebas de control y validación mayoritaria. La democracia de interacción tiene como panoplia la afiliación en un proceso permanente y de reacción “contra democrática”, en la que se demanda de las autoridades información, obligando al poder a que se explique y justifique su acción.

Distinta es la situación del psicópata. Diversos son los alcances que se le ha suministrado al término. Si bien fue el psiquiatra norteamericano Hervey Cleckley, en su obra “The Mask of Sanity”, quien en 1941 instaló remozadamente el tema, entendemos que el aporte de Donald Dutton y Susan K. Gollan , en su ensayo “El golpeador, un perfil psicológico”, ha sido significativo.

Estos últimos, caracterizan a los primeros por su frialdad; una insensibilidad difícil de definir; no mirar hacia atrás; no sentir remordimiento. Uno de los rasgos que le da fisonomía es la falta de conciencia moral. El síndrome psicopático incluye la incapacidad de imaginar el temor y el sufrimiento que experimenta otra persona o las terribles consecuencias que puede producir su desahogo o conectarse con el daño que ejecuta.

En lo que a la política alcanza, usa a las personas para multiplicar su poder; transforma en cosas para su propio beneficio; ya consolidado en el “sillón” pretende que nadie le arrebate ese señorío ni le cuestione los actos de gobierno; no delega el poder y, por lo general, se nuclea en torno a un grupo de obsecuentes, remunerados con el peculio estatal, que se asemejan a vasallos o palafreneros, cuyo fin directo es ser los bufones de la Corte.

La mentira, la manipulación y la impostura en torno a preocuparse por los problemas de los comuneros ornamentan diferentes estratagemas necesarias para acumular riqueza u ocultarse bajo el candelero de la luz fatua que propaga la impunidad.

Dicha pulsión guarda cierta correspondencia con los estudios de Freud. En “Totem y Tabu”, al teorizar sobre el origen mismo de la sociedad, compactándose el tema en “Eros y Tanatos”, el padre del psicoanálisis reprobó y definió como patológica a la acumulación indefinida de riquezas en un espesor tal que varias generaciones no podrán consumir lo acaparado.

Lamentablemente, el psicópata le va a ganando la partida al estadista. Es necesario purificar la selección respecto de quienes se delega el poder. Borges en “Nuestro Pobre Individualismo” critica la falta de identificación con el Estado, el cual ciertamente lo atribuye a los pésimos gobiernos, a la condición de individuos más que ciudadanos y a la consideración general que el Estado es una inconcebible abstracción, en oposición a Hegel para quien, el primero, es la realidad de la idea moral.

Es necesario escoger estadistas que beban del cáliz del servicio. Deben alejarse a los psicópatas que se benefician del dolor que reclama ayuda, que exige soluciones de fondo y no de un asistencialismo procaz que, extendido en el tiempo, no hace más que propalar los privilegios de quienes utilizan en su provecho el poder a cuenta de la legitimidad representativa acudiendo a la “cultura del volquete”: cuando los representados ya no cumplen una función útil pasan a ser descartables o sobrantes.

La patria necesita de estadistas genuinos para transitar un largo parto doloroso hacia su recuperación. No debemos engañarnos o caer en falsas ilusiones: la recomposición real de la economía argentina va llevar varias décadas, con independencia de los gobiernos de turno. Cualquiera sea su orientación, se debe retomar la cultura del esfuerzo, de la austeridad, del sacrificio y de la formación educativa sostenida.

Si como leemos en el Timeo de Platón, el tiempo es una imagen móvil de la eternidad, debemos caminar nuestras pampas, recorrer sus arrabales, de la mano de un estadista. Ese es el desafío de la hora, pensar la patria para las próximas generaciones, colocándole el sudario a un consumismo efímero, producto de un atraso cambiario coyuntural o de una bonanza estacional en la comercialización de algunos productos primarios generando riquezas genuinas (gestadas en base al intercambio real de bienes y servicios, no en una emisión irresponsable) para ser posteriormente distribuidos racionalmente entre los miembros de una comunidad y que no se dirijan hacia las arcas de algunos bandidos.

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Fuente: Infobae